martes, 6 de octubre de 2009

Capítulo Seis. Nuevos pasos de José Ignacio en San Camilo

- Sabes que siempre eres bienvenido aquí- dijo Eusebio y cerró el vetusto baúl de donde había extraído los pocos objetos que quedaban, recuerdos ancestrales que su familia con mucho celo había guardado por años. Las lustrosas monedas de oro que José Ignacio depositó sobre sus manos, sin embargo, habían sido motivo suficiente para que el indio Eusebio decidiera transferirle aquella valiosa herencia familiar sin proferir queja alguna.

Con su nueva carga José Ignacio enrumbó otra vez hacia la ciudad. Habían pasado cinco semanas desde la noche que despachara a Octavio en la puerta del burdel de Mariana y era muy probable que éste anduviera intentando ponerse en contacto con él para sellar una nueva transacción.

La rutina de ir y venir por los caminos que serpenteaban las montañas y conducían a San Camilo lo había mantenido ocupado en los últimos meses. Se había acostumbrado a convivir días enteros con indios quienes, atesoraban sin saberlo reliquias que aún no les habían sido expoliadas. José Ignacio solía llevarles panes, chancaca, vinos, azufre, alcohol, dinero y otros objetos que llegaban al Puerto y que los indios recibían como si se tratase de cosas extraordinarias y no de productos cotidianos.

La primavera se insinuaba sobre la ciudad cuando José Ignacio bordeó sus fronteras. Atravesó el paso del norte con las primeras luces del alba y antes de cruzar el puente se percató de la presencia de dos alguaciles que a esa hora solicitaban pasaportes a los pocos transeúntes que pugnaban por ingresar a San Camilo. José Ignacio apuró el paso y no quiso volverse cuando los guardias lo llamaron. Aprovechó la bulla y el alboroto del mercado para extraviarse entre el gentío que poblaba aquel pasaje que de noche era tránsito obligado de los noctámbulos que recalaban en la cantina de Calixto.

Se dirigió raudamente hacia el burdel para resolver algunos asuntos que tenían que ver con los negocios de Mariana. Mujer de poco humor y entrada en años, era la dueña de una fonda donde se podía disfrutar de las niñas más frescas por unas cuantas monedas. El Duque, Gobernador de la Ciudad, había facilitado el funcionamiento del negocio e invertido en él, repartiendo entre ambos las ganancias obtenidas. Ella a cambio le abastecía regularmente de muchachas jóvenes que parecían no satisfacer sus apetitos que últimamente se incrementaban al mismo ritmo que su desvergüenza, la panza y el poder que detentaba.

José Ignacio interceptó a Mariana que con sigilo intentaba cerrar la puerta.

-No hace falta que la cierres, no me voy a demorar- Mariana se sentó sobre la inmensa cama que cubría un pulcrísimo edredón de seda, se acomodó el cabello y miró con inquietud y avidez a José Ignacio.

– Necesito que guardes la mercancía que traigo durante unos días.
- ¿Ya te volviste a aprovechar de los pobres indios, no?
- No sabes lo que dices, vieja loca. Y casi mejor, cuanto menos sepas menos se me complicarán a mí las cosas. Ya sabes, de esto ni mú- llevando el dedo índice a sus labios hizo la señal de guardar silencio.

José Ignacio no estaba por la labor de perder los negocios que se traía entre manos por el despecho de una mujer mayor.

-¿Por qué habría de ayudarte? ¿Acaso sacaría algo a cambio?
-¿Acaso no lo has hecho otras veces? ¿Qué tiene esta para que sea diferente?- Mariana se levantó y se puso a caminar por la habitación en la que se encontraban. Permaneció detrás de él e insinuándose abrazó su espalda, apoyó su rostro y recorrió con sus brazos su cuerpo. José Ignacio, ni se movió.
- Quizás si tú fueras un poco más cariñoso conmigo…- Zafándose de sus brazos, José Ignacio se volvió hacia ella- Estás loca, Mariana y pobre de ti como abras la boca…
-Jajajaja – rió Mariana - tus amenazas no me sirven de mucho, José Ignacio. Te recuerdo que somos perros viejos y antes… no te disgustaba tanto- Movió su cintura y contoneó sus caderas sugiriendo cómo cerrar el trato.

José Ignacio salió sin despedirse. Mariana alcanzó a estamparle un beso salivoso entre el cuello y la mejilla. Lo vio después perderse, desde su ventana, calles abajo, por el camino que conducía a la Plaza de Armas.

Mariana despertaba todo tipo de sentimientos en San Camilo, había quienes la detestaban públicamente y había otros en los que despertaba más bien pena. No era santo de la devoción de las mujeres, quienes murmuraban a su paso y gustaban orgullosas de aumentar la fama de mujer suelta que ella, por otro lado, no se esforzaba en ocultar. Los hombres en cambio se aprovechaban sabiendo que teniéndola contenta se aseguraban la entrada en sus predios y con ello el alivio en sus noches de soledad. El Cardenal era uno de esos clientes especiales a quien Mariana, personalmente le llevaba las primerizas más jóvenes y tiernas. A cambio, él religiosamente todos los domingos y de manera pública, le administraba el sacramento de la comunión al concluir las jornadas de misa.

La ciudad estaba gobernada con el rigor que la presencia del Duque imponía bajo la total aquiescencia del Cardenal. Ocasionalmente, un puñado de nobles y una reducida falange de comerciantes del puerto influían sobre las decisiones que impactaban en la vida de los camilenses.

Transitar por la ciudad a horas no adecuadas se había vuelto algo complicado por los permisos que había que solicitar. Y hasta para ingresar o salir de la ciudad cruzando el puente se requería de un sello especial. José Ignacio no había tramitado tales licencias y llegaba al puerto a cualquier hora sin que nadie aún le dijera nada.

Era aún temprano y decidió visitar la Fonda de Bianca, una de esas amigas a las que recurría en busca de hospedaje, pues ésta había heredado del gobierno anterior una amplia casona bien situada en la zona antigua de la ciudad. Dentro de ella había montado una especie de mesón, muy frecuentado por los mercaderes que llegaban desde el puerto en búsqueda de alimento, baño y buen descanso.

Recostado sobre una mesa y dándole la espalda a la puerta, estaba Octavio. José Ignacio acomodó una silla y se acomodó a su lado.

- José Ignacio, hombre, andaba echándote de menos. Tenemos que hacer algo ¿sabes?, moverse por la ciudad se está volviendo complicado y para colmo el Duque quiere sacar tajada de nuestros negocios.- Octavio y José Ignacio se encontraban sentados en la misma mesa, ordenaron unos vasos de vino, buscando ampararse en el ruido que a esas horas todavía reinaba en el comedor de la fonda.

- Ha hecho correr el rumor de que impedirá embarcar al Viejo Continente si no se le concede a la Corona un tercio de las ganancias.-
-¿Estamos seguros de eso?
-Sí José Ignacio. Sebastián, el arriero que transporta el carbón lo oyó esta mañana en la gobernación. Él mismo habló conmigo y si las cosas son como me cuenta tendremos que negociar nuevos precios porque va a ser inevitable pasar por el aro del Duque.

-Pues confirmémoslo de una vez - dijo José Ignacio y dejando el vaso de vino a medio terminar se levantó de la mesa y se retiró arrastrando a Octavio con paso apurado.

El gobierno del Duque no tenía ningún tipo de freno, imponía su voluntad allá donde se lo propusiese, de ahí que en el pueblo se refiriesen a Mariana, al Cardenal y a él como al triunvirato por la triple alianza de dominación que parecían habían sellado. Mucha gente había visto y oído más de una vez el llanto de alguna mujer clamando benevolencia o algún tipo de amnistía tributaria. A muchas de estas mujeres José Ignacio, desde la Fonda de Bianca, las había visto ingresar de noche en los aposentos del Duque sin que los guardias que rodeaban el palacete las detuvieran ni les dijeran nada.

José Ignacio cruzó la plaza con paso decidido dispuesto a atajar el problema de raíz, aunque esto implicara un enfrentamiento público y abierto con la persona responsable de sus futuros problemas: el Duque. Octavio lo seguía suplicándole que entrara en razón. Llegaron a la puerta del palacete y haciendo a un lado a sus vigilantes irrumpieron en la sala. José Ignacio subió las escaleras de dos en dos y abriendo la puerta sin anunciarse ni pedir permiso, entró en la estancia. Más atrás, Octavio se quedó observando el desenlace.

– ¿Es cierto lo que he escuchado?
- Buenos días, amigo José Ignacio, pero pasa, pasa, no te quedes ahí parado, pasa y siéntate- su tono irónico dejaba traslucir la seguridad del gato que tiene al ratón en la ratonera.

- Respóndame, ¿es cierto o no?
- Cálmate José Ignacio. Los dos somos adultos y estás cosas las hablan los adultos ¿no crees?

José Ignacio tenía su mirada clavada en la del Duque que, impávido, se las creía ganadas. No tuvo otra opción que aceptar la invitación y tomar asiento frente a él.

- Hace tiempo que te vengo observando y sé qué negocios tienes y a qué te dedicas. Tú como yo sabes que no está bien que abuses de los pobres indios comprándoles sus baratijas malvendiéndolas a mercachifles de tres al cuarto.

-Yo no hago tratos con escoria, mi ley no es la suya y a nadie le hago daño.
-Pero hay una ley. En San Camilo nadie comercia sin los permisos coloniales. No hay excepciones pero… si quisieras reconsiderar tu postura y todas las partes sacásemos algo podría, digámoslo así, pasar por alto el incumplimiento de dicha ley.
- Yo no necesito de permisos y tampoco hay excepciones.

Se miraron en silencio un buen rato, como intuyéndose el alma. El Duque había escuchado hablar de José Ignacio. Sus lugartenientes le habían previsto del extraño carisma del que gozaba entre los indios de los pueblos que rodeaban San Camilo. Era cierto que no había interferido en su gestión, pero el Duque intuía que aquel mestizo, hijo de una antigua familia de opositores, iba acumulando un prestigio que en algún momento podría resultarle peligroso a los intereses coloniales. Eran tiempos de ánimos subrepticios libertarios y la Corona sospechaba de todo el mundo.

- Pues entonces ya lo hemos dicho todo. Te creía más inteligente José Ignacio, de todas formas reconsidéralo.- Estaba claro que el Duque no iba a dejar pasar la oportunidad de engrosar sus arcas y aumentar su prestigio de cara a la Corona y a la Península pues de ese tipo de gestiones dependía en buena forma su futuro retiro.

José Ignacio lo miró con rabia y se retiró sin responderle, decidido a desacatar las imposiciones con que seguramente el Duque intentaría interferir en sus negocios y pensando por primera vez en librar a San Camilo de la satrapía de aquel hombre. Afuera lo esperaba Octavio.

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