martes, 6 de octubre de 2009

Capítulo Seis. Nuevos pasos de José Ignacio en San Camilo

- Sabes que siempre eres bienvenido aquí- dijo Eusebio y cerró el vetusto baúl de donde había extraído los pocos objetos que quedaban, recuerdos ancestrales que su familia con mucho celo había guardado por años. Las lustrosas monedas de oro que José Ignacio depositó sobre sus manos, sin embargo, habían sido motivo suficiente para que el indio Eusebio decidiera transferirle aquella valiosa herencia familiar sin proferir queja alguna.

Con su nueva carga José Ignacio enrumbó otra vez hacia la ciudad. Habían pasado cinco semanas desde la noche que despachara a Octavio en la puerta del burdel de Mariana y era muy probable que éste anduviera intentando ponerse en contacto con él para sellar una nueva transacción.

La rutina de ir y venir por los caminos que serpenteaban las montañas y conducían a San Camilo lo había mantenido ocupado en los últimos meses. Se había acostumbrado a convivir días enteros con indios quienes, atesoraban sin saberlo reliquias que aún no les habían sido expoliadas. José Ignacio solía llevarles panes, chancaca, vinos, azufre, alcohol, dinero y otros objetos que llegaban al Puerto y que los indios recibían como si se tratase de cosas extraordinarias y no de productos cotidianos.

La primavera se insinuaba sobre la ciudad cuando José Ignacio bordeó sus fronteras. Atravesó el paso del norte con las primeras luces del alba y antes de cruzar el puente se percató de la presencia de dos alguaciles que a esa hora solicitaban pasaportes a los pocos transeúntes que pugnaban por ingresar a San Camilo. José Ignacio apuró el paso y no quiso volverse cuando los guardias lo llamaron. Aprovechó la bulla y el alboroto del mercado para extraviarse entre el gentío que poblaba aquel pasaje que de noche era tránsito obligado de los noctámbulos que recalaban en la cantina de Calixto.

Se dirigió raudamente hacia el burdel para resolver algunos asuntos que tenían que ver con los negocios de Mariana. Mujer de poco humor y entrada en años, era la dueña de una fonda donde se podía disfrutar de las niñas más frescas por unas cuantas monedas. El Duque, Gobernador de la Ciudad, había facilitado el funcionamiento del negocio e invertido en él, repartiendo entre ambos las ganancias obtenidas. Ella a cambio le abastecía regularmente de muchachas jóvenes que parecían no satisfacer sus apetitos que últimamente se incrementaban al mismo ritmo que su desvergüenza, la panza y el poder que detentaba.

José Ignacio interceptó a Mariana que con sigilo intentaba cerrar la puerta.

-No hace falta que la cierres, no me voy a demorar- Mariana se sentó sobre la inmensa cama que cubría un pulcrísimo edredón de seda, se acomodó el cabello y miró con inquietud y avidez a José Ignacio.

– Necesito que guardes la mercancía que traigo durante unos días.
- ¿Ya te volviste a aprovechar de los pobres indios, no?
- No sabes lo que dices, vieja loca. Y casi mejor, cuanto menos sepas menos se me complicarán a mí las cosas. Ya sabes, de esto ni mú- llevando el dedo índice a sus labios hizo la señal de guardar silencio.

José Ignacio no estaba por la labor de perder los negocios que se traía entre manos por el despecho de una mujer mayor.

-¿Por qué habría de ayudarte? ¿Acaso sacaría algo a cambio?
-¿Acaso no lo has hecho otras veces? ¿Qué tiene esta para que sea diferente?- Mariana se levantó y se puso a caminar por la habitación en la que se encontraban. Permaneció detrás de él e insinuándose abrazó su espalda, apoyó su rostro y recorrió con sus brazos su cuerpo. José Ignacio, ni se movió.
- Quizás si tú fueras un poco más cariñoso conmigo…- Zafándose de sus brazos, José Ignacio se volvió hacia ella- Estás loca, Mariana y pobre de ti como abras la boca…
-Jajajaja – rió Mariana - tus amenazas no me sirven de mucho, José Ignacio. Te recuerdo que somos perros viejos y antes… no te disgustaba tanto- Movió su cintura y contoneó sus caderas sugiriendo cómo cerrar el trato.

José Ignacio salió sin despedirse. Mariana alcanzó a estamparle un beso salivoso entre el cuello y la mejilla. Lo vio después perderse, desde su ventana, calles abajo, por el camino que conducía a la Plaza de Armas.

Mariana despertaba todo tipo de sentimientos en San Camilo, había quienes la detestaban públicamente y había otros en los que despertaba más bien pena. No era santo de la devoción de las mujeres, quienes murmuraban a su paso y gustaban orgullosas de aumentar la fama de mujer suelta que ella, por otro lado, no se esforzaba en ocultar. Los hombres en cambio se aprovechaban sabiendo que teniéndola contenta se aseguraban la entrada en sus predios y con ello el alivio en sus noches de soledad. El Cardenal era uno de esos clientes especiales a quien Mariana, personalmente le llevaba las primerizas más jóvenes y tiernas. A cambio, él religiosamente todos los domingos y de manera pública, le administraba el sacramento de la comunión al concluir las jornadas de misa.

La ciudad estaba gobernada con el rigor que la presencia del Duque imponía bajo la total aquiescencia del Cardenal. Ocasionalmente, un puñado de nobles y una reducida falange de comerciantes del puerto influían sobre las decisiones que impactaban en la vida de los camilenses.

Transitar por la ciudad a horas no adecuadas se había vuelto algo complicado por los permisos que había que solicitar. Y hasta para ingresar o salir de la ciudad cruzando el puente se requería de un sello especial. José Ignacio no había tramitado tales licencias y llegaba al puerto a cualquier hora sin que nadie aún le dijera nada.

Era aún temprano y decidió visitar la Fonda de Bianca, una de esas amigas a las que recurría en busca de hospedaje, pues ésta había heredado del gobierno anterior una amplia casona bien situada en la zona antigua de la ciudad. Dentro de ella había montado una especie de mesón, muy frecuentado por los mercaderes que llegaban desde el puerto en búsqueda de alimento, baño y buen descanso.

Recostado sobre una mesa y dándole la espalda a la puerta, estaba Octavio. José Ignacio acomodó una silla y se acomodó a su lado.

- José Ignacio, hombre, andaba echándote de menos. Tenemos que hacer algo ¿sabes?, moverse por la ciudad se está volviendo complicado y para colmo el Duque quiere sacar tajada de nuestros negocios.- Octavio y José Ignacio se encontraban sentados en la misma mesa, ordenaron unos vasos de vino, buscando ampararse en el ruido que a esas horas todavía reinaba en el comedor de la fonda.

- Ha hecho correr el rumor de que impedirá embarcar al Viejo Continente si no se le concede a la Corona un tercio de las ganancias.-
-¿Estamos seguros de eso?
-Sí José Ignacio. Sebastián, el arriero que transporta el carbón lo oyó esta mañana en la gobernación. Él mismo habló conmigo y si las cosas son como me cuenta tendremos que negociar nuevos precios porque va a ser inevitable pasar por el aro del Duque.

-Pues confirmémoslo de una vez - dijo José Ignacio y dejando el vaso de vino a medio terminar se levantó de la mesa y se retiró arrastrando a Octavio con paso apurado.

El gobierno del Duque no tenía ningún tipo de freno, imponía su voluntad allá donde se lo propusiese, de ahí que en el pueblo se refiriesen a Mariana, al Cardenal y a él como al triunvirato por la triple alianza de dominación que parecían habían sellado. Mucha gente había visto y oído más de una vez el llanto de alguna mujer clamando benevolencia o algún tipo de amnistía tributaria. A muchas de estas mujeres José Ignacio, desde la Fonda de Bianca, las había visto ingresar de noche en los aposentos del Duque sin que los guardias que rodeaban el palacete las detuvieran ni les dijeran nada.

José Ignacio cruzó la plaza con paso decidido dispuesto a atajar el problema de raíz, aunque esto implicara un enfrentamiento público y abierto con la persona responsable de sus futuros problemas: el Duque. Octavio lo seguía suplicándole que entrara en razón. Llegaron a la puerta del palacete y haciendo a un lado a sus vigilantes irrumpieron en la sala. José Ignacio subió las escaleras de dos en dos y abriendo la puerta sin anunciarse ni pedir permiso, entró en la estancia. Más atrás, Octavio se quedó observando el desenlace.

– ¿Es cierto lo que he escuchado?
- Buenos días, amigo José Ignacio, pero pasa, pasa, no te quedes ahí parado, pasa y siéntate- su tono irónico dejaba traslucir la seguridad del gato que tiene al ratón en la ratonera.

- Respóndame, ¿es cierto o no?
- Cálmate José Ignacio. Los dos somos adultos y estás cosas las hablan los adultos ¿no crees?

José Ignacio tenía su mirada clavada en la del Duque que, impávido, se las creía ganadas. No tuvo otra opción que aceptar la invitación y tomar asiento frente a él.

- Hace tiempo que te vengo observando y sé qué negocios tienes y a qué te dedicas. Tú como yo sabes que no está bien que abuses de los pobres indios comprándoles sus baratijas malvendiéndolas a mercachifles de tres al cuarto.

-Yo no hago tratos con escoria, mi ley no es la suya y a nadie le hago daño.
-Pero hay una ley. En San Camilo nadie comercia sin los permisos coloniales. No hay excepciones pero… si quisieras reconsiderar tu postura y todas las partes sacásemos algo podría, digámoslo así, pasar por alto el incumplimiento de dicha ley.
- Yo no necesito de permisos y tampoco hay excepciones.

Se miraron en silencio un buen rato, como intuyéndose el alma. El Duque había escuchado hablar de José Ignacio. Sus lugartenientes le habían previsto del extraño carisma del que gozaba entre los indios de los pueblos que rodeaban San Camilo. Era cierto que no había interferido en su gestión, pero el Duque intuía que aquel mestizo, hijo de una antigua familia de opositores, iba acumulando un prestigio que en algún momento podría resultarle peligroso a los intereses coloniales. Eran tiempos de ánimos subrepticios libertarios y la Corona sospechaba de todo el mundo.

- Pues entonces ya lo hemos dicho todo. Te creía más inteligente José Ignacio, de todas formas reconsidéralo.- Estaba claro que el Duque no iba a dejar pasar la oportunidad de engrosar sus arcas y aumentar su prestigio de cara a la Corona y a la Península pues de ese tipo de gestiones dependía en buena forma su futuro retiro.

José Ignacio lo miró con rabia y se retiró sin responderle, decidido a desacatar las imposiciones con que seguramente el Duque intentaría interferir en sus negocios y pensando por primera vez en librar a San Camilo de la satrapía de aquel hombre. Afuera lo esperaba Octavio.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Capítulo Cinco. El viaje de Jimena

- Shhhh, baja la voz Augusta, la niña nos puede escuchar.
- La niña ya es toda una mujer y además la carta no dice nada de si va a venir o no. No creo que nos debamos alarmar Carmela. ¡Eres una exagerada!
- ¡Te he dicho que bajes la voz! ¿Te imaginas si nos escuchara, si supiera que le ocultamos esto?- decía nerviosa Carmela mientras intentaba controlar el tono de su voz y zarandeaba en sus manos la carta que les había traído el cartero por la mañana.

Les había costado encontrar un momento en el que no estuviera Jimena delante, merodeando cerca de ellas, o enredando en la casa. Por la mañana había llegado una carta con matasellos del extranjero; la carta había salido hacía un mes y recién llegaba a alborotar la aparente paz de la pequeña localidad de Venancio, en la región de Burgos.

Carmela y Augusta no dieron crédito a la noticia cuando se encontraron aquella mañana del mes de enero con esa misiva. ¿Por qué ahora? Justamente ahora que la niña ya había crecido y se había convertido en una mujer. Llevaban años sin saber nada de allá, ninguna señal, ninguna noticia y ahora de la nada irrumpía de pronto en sus vidas.

Jimena estaba limpiando las habitaciones de arriba cuando las hermanas conversaban en la cocina:

- ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Nada, ¿tú qué crees? Llevamos toda una vida callándonos, no podemos contárselo.
- ¿No crees que debiera saberlo?
- Augusta, Jimena es feliz aquí, ¿o es que acaso no lo ves? Se levanta temprano, ayuda en la casa, y tiene unas manos que bordan hasta la tela más basta. Las mejores casas de Madrid hacen cola y la escriben para que les borde y les cosa. Ella no necesita nada que venga de allá ni tampoco a nadie.
- Carmela, ¡es su madre la que escribe! ¡Su madre!
- ¿Y si decide irse? ¿Has pensado acaso en eso? ¿En que se vaya y no la volvamos a ver?

Las dos hermanas quedaron en un silencio que habló más que sus palabras. Se oía a Jimena ir de un lado a otro. Acostumbraba a levantarse temprano, ayudaba en las tareas de la casa pues sus tías eran mujeres mayores y solteras así que intentaba quitarles todo trabajo que implicase esfuerzo físico. Con los años había aprendido que por mucho que se empeñase, ellas tenían carácter y se negaban a ser consideradas personas mayores.

El día que llegó la carta, Jimena se disponía a ir a Burgos capital a buscar piezas nuevas de tela, hilos, botones y pasamanería en general. El Paseo del Espolón tenía multitud de tiendas que proveían de toda esa mercadería.

- ¿Ya te vas, hija?
- Sí, tía. No se preocupen por mí. Voy a buscar las piezas que me hacen falta para los últimos pedidos

Era cierto que Jimena tenía unas manos envidiadas en toda la región, incluso las monjas del Monasterio de la Encarnación solían hacerle los pedidos para vestir a la Virgen y el altar mayor en festividades importantes como el Corpus. Desde pequeña mostró aptitudes para la costura, sus tías recordaban cómo jugaba entre los trapos que había en la habitación de la plancha donde se iban amontonando toda suerte de sábanas raídas, camisas de popelín rasgadas, puños de piqué, pañuelos de batista amarillentos por el uso… Todo eso Jimena lo utilizaba para sus juegos infantiles. Tan pronto hacía un mantel de gala para una celebración con sus muñecas como transformaba los bajos de las toallas bordadas en trapitos de cocina para jugar.

Pronto cogió la aguja y el hilo y fue donde las monjas Carmelitas a que la enseñaran a coser. Largas horas pasó allí alimentando el sueño de quienes creían que acabaría ingresando en la orden.

Poco a poco Jimena comenzó a bordar por su cuenta e instaló en casa de sus tías un pequeño taller donde recibía a las damas de la alta sociedad que acudían a que les confeccionase prendas para lucir en los salones de las casas más renombradas del momento. Iban con los magazines, los últimos modelos de París, cuna del buen gusto en lo que a moda femenina se refería.

Tenía la puntada tan fina y pequeña que sus trabajos eran comparados con la precisión que tenían las modernas máquinas de coser.

No recordaba otro lugar que no fuera Venancio, la pequeña comarca cercana a Burgos. Jimena había crecido allí, nada en su vida le hacía pensar que sus pasos se habían iniciado al otro lado del mundo. Había crecido en un entorno de pueblo, lejano a lo que por ciudad se entendía y si bien es cierto tenía rasgos diferentes a los que se daban en la zona, nada la hacía sospechar que su vida se había iniciado más allá de los muros de la ciudad en el lejano Nuevo Mundo.

Augusta y Carmela habían sentido la necesidad de contarle la verdad en numerosas ocasiones, sobre todo cuando era niña. En cada uno de sus cumpleaños las tentaba la posibilidad de regalarle la noticia de que su madre estaba viva y que lejos de haber querido deshacerse de ella y abandonarla al nacer, la había salvado separándose de ella.

-Augusta, ¿tú crees que si se enterase de esto nos lo perdonaría? ¿Acaso lo harías tú en su situación? Recuerda que le hemos construido una vida de mentira, una historia de cuento… lo mejor será que lo olvidemos, como si no hubiéramos recibido nada- y tirando el sobre a la basura se dio media vuelta y salió de la habitación.

Carmela no tenía decisión ni capacidad ni carácter para llevarle la contraria a Augusta que siempre había llevado las riendas de la casa y tomado las decisiones importantes.

Cuando llegó Jimena a sus vidas, la trastornó por completo: dos hermanas mayores y solteras que tenían que hacerse cargo de un bebé y fue Augusta de nuevo quien decidió qué hacer y cómo. Era su sobrina, la hija del único hermano que tenían, muerto hacía ya años, la que les escribía pidiéndoles ayuda con esa niña envuelta en paños blancos.

¿Qué otra cosa podían hacer? Recordaban cuando, tras la muerte de su padre, Angélica había decidido embarcarse y probar suerte en las Indias, quiso huir y, hasta cierto punto fue lógico pero lo que nunca entendieron fue por qué no había dado señales ni había hecho el esfuerzo de intentar comunicarse con ellas. Al fin y al cabo eran la única familia que tenía por eso fue que cuando Angélica recurrió a ellas, no pudieron negarse y acogieron a la niña, a sabiendas de lo que eso causaría en Venancio, como si fuera una hija suya, la hija que no habían tenido.

Jimena imaginaba ahora en San Camilo, cómo al llegar a la casa, sus tías ya estaban descansando cada una en su habitación. Había dejado las piezas y materiales que necesitaba para confeccionar los últimos vestidos en el taller que tenía y retirándose las prendas de abrigo se había dirigido a la cocina a calentarse un poco de agua para tomar algo que la hiciera entrar en calor. Había visto un sobre encima de la basura, que no estaba rasgado, escrito con letra pulcra y caligrafía de colegio de monjas. Conocía perfectamente la caligrafía que tenían las Carmelitas de Venancio así que no le era difícil identificarla.

La curiosidad hizo que se sentase en la mesa que estaba cerca del hogar, y mientras tomaba su manzanilla, rescatase del olvido ese sobre que ahora tenía apretado tras el manto que la cubría. Esa carta había hecho que dejase su vida tranquila y apacible, su negocio como modista, su única familia, sus tías y se aventurase de la noche a la mañana a salir a buscar la verdad que le habían negado durante todos esos años.

martes, 22 de septiembre de 2009

Capítulo Cuatro. Los negocios de José Ignacio

Abandonaron rápidamente la estancia y se dirigieron hacia el puente. Al abrir la puerta ingresaron de golpe al murmullo del río, al concierto de grillos y al chasquido de las hojas que se entretenían impidiéndoles el paso a la luz de la luna. Detrás quedaron la bulla del piano, los murmullos de la gente, la colisión de vasos con que los parroquianos celebraban la vida y a veces también la muerte en San Camilo.

- ¿Tuviste algún problema? Hace tiempo que no se te veía por acá. Andaba queriendo echarte mano.
- La cosa cada vez se está poniendo peor. Estuve concertando precios en Jauja. La escasez de granos los tiene locos y han decidido jugarse la suerte con sus precios.
- Tienen que ablandarse. Esta vez he contactado a dos contrabandistas que pueden ser nuestros nuevos contactos en el Viejo Mundo.

Continuaron caminando casi sin hablarse, siguiendo el margen del río tan sólo iluminado por la luz burlona de la luna que conseguía colarse entre las ramas de los árboles. Sus pisadas sobre la hojarasca, el ruido del roce de sus capas y el correr del río aceleraban su pasos.

Durante la breve caminata Octavio le inquirió por la mujer con que José Ignacio departía en la cantina.

- Una forastera, - dijo éste- de esas que vienen para llevarse lo poco que queda en la Colonia. Las cosas en la Península no están bien, según cuentan las últimas relaciones y el nuevo Rey está intentando aumentar su presencia en el Virreinato.

- Mientras no traigan problemas… – sugirió Octavio.

Intuyeron la luz incierta de un farol, doblaron a la derecha, abandonaron el cauce del río y transitando una pequeña pampa de algarrobos, ingresaron en la plaza y comenzaron a bordearla. Por entre los arcos de la plaza se intuían las luces tímidas del puerto; la densa neblina que trepaba desde el muelle bañaba con su humedad y su desconcierto el viejo paisaje de San Camilo.

- Muy poco se te ve por acá, José Ignacio. ¿Con quién andas?
- Ando calculando un negocio en Nueva España. Sabes que no me gusta mucho esta ciudad.
- Pero no me vayas a dejar solo, estamos incrementando nuestros contactos en la Península.
- Por ahora date por bien servido con las cosas que te traje. No vayas a conceder precios, son valiosas, ya verás.

Llegaron al burdel e ingresaron sin saludar al personaje que dormitaba en una silla y estaba encargado de filtrar las entradas al lugar. Dentro del recinto flotaba una paz hecha de colonias y sahumerios con que Mariana preparaba la gran sala antes de su jornada diaria.

Al fondo, en un salón, las mujeres arrimadas a las paredes, los contemplaban inquietas.

Mariana los hizo ingresar a su aposento y retornó a la sala para dejarlos solos. José Ignacio sacó de debajo de la cama el esperado atado y lo descubrió ávidamente ante el creciente entusiasmo de Octavio. Yerbas santas que curaban dolencias imposibles, piezas de orfebrería con aplicaciones de oro prehispánico, vasijas de arcilla con caprichosas formas semihumanas, tejidos y bordados coloridos aunque desgastados. No les costó mucho cerrar el trato. Se conocían lo suficiente como para saber hasta dónde podían tensar la cuerda y Octavio sabía que José Ignacio no se hacía palta con eso. No era hombre de andarse por las ramas.

Al salir, José Ignacio dejó unas cuantas monedas sobre la mesa de Mariana. Atravesaron nuevamente la sala. Cerca del portón los esperaba Mariana.

- ¿No te quedas?- le dijo a José Ignacio sonriente. El deseo incontenido de tantas noches anheladas se traslucía en su lívida mirada.

Sin decir palabra José Ignacio salió de la estancia. Se despidieron procurando no alterar el sueño del que resoplaba ahora ya con la cabeza apoyada en la pared.

Octavio se retiró caminando por la misma calle por donde habían venido. José Ignacio partió por el lindero que termina en las colinas que cercan San Camilo por el norte. La ciudad, después del trato hecho con Octavio, no tenía ya sentido.

Nadie sabía a ciencia cierta dónde vivía José Ignacio. Cuando llegaba a la ciudad se hospedaba en el mesón de Bianca o a veces donde Mariana. No se le conocía amores oficiales aunque eran difundidas sus escapadas con Rita, su extraña amistad con Inés la Barra y sus coqueteos con Hilvana, la hija del Duque, de quien se decía, se moría por la atención de José Ignacio. Nada de eso era certero.

Su vida toda era un misterio. Iba y venía por los ancestrales caminos que bordeaban los valles e interconectaban las ciudades coloniales de la costa con los recónditos poblados indígenas. Trataba igual con ricos comerciantes del puerto que con indios nobles que aún sobrevivían en los pueblos enclavados en las infranqueables alturas andinas. Era, sin saberlo, una especie de mercenario que canjeaba las maravillas hasta ahora ocultas del Nuevo Mundo con las gastadas monedas de oro acuñadas en los troqueles del Viejo Mundo.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Capítulo Tres. Breve encuentro en la taberna de Calixto

Jimena había tenido, paseando por las nuevas calles, la sensación de libertad que tanto anhelaba en España; era una oportunidad para empezar de cero, para ser ella misma, para olvidar todo lo que había rodeado su vida y de alguna forma le había marcado involuntariamente. Sus manos no dejaban de apretar contra su cuerpo el hatillo que aún la ataba a su pasado, aquello que la ligaba a alguien del que hacía mucho no sabía nada.

Mientras caminaba por las calles del puerto, observaba el trajín que se traían unos y otros, los pescadores que retornaban del muelle tras pasar el día (quizás parte de la noche) en la mar, los amanuenses que retornaban del Ayuntamiento después de servir a la Corona bajo las órdenes del Duque,gobernador de la Ciudad y las viejas que retornaban a sus casas luego de espiar sus culpas en los confesionarios de la iglesia. Todos danzaban al ritmo que la ciudad marcaba y que el Duque, alejado del mundo terrenal, orquestaba.

Llevaba ya unos días en San Camilo pero hasta esa tarde no había tenido la ocasión de perderse en sus calles. Quiso luego refugiar su soledad en algún lugar donde no pudiera ser descubierta y decidió apurar unas aguas en la cantina de Calixto. Mitad poeta, mitad bodeguero; lector incansable de novelas y creador de versos en sus ratos libres, Calixto tenía fama de tener en su bodega los mejores tintos de toda la región.

Su taberna estaba ubicada bajo el arco del único puente que había en San Camilo, un puente tan requerido como olvidado. Era tránsito obligado de los comerciantes e indios que llegaban a San Camilo desde el norte trayendo todo tipo de noticias y mercancías de los poblados aledaños; sin embargo la Corona lo había descuidado privilegiando el comercio marítimo, actividad neurálgica de su amenazado monopolio, que había terminado enriqueciendo en San Camilo a una élite de inescrupulosos comerciantes y políticos y al otro lado del océano a una reducida legión de acaudalados mercaderes de Cádiz.

En la cantina de Calixto recalaban los excluidos, proscritos, mujeres de mal vivir, borrachos sin cura, poetas, enfermos de amor, loquitas suicidas que regalaban sus penas a quienes quisieran escucharlas.

Eran pocas las mujeres de bien que se acercaban a aquel antro; Jimena había valorado las opciones, los pros y los contras de ingresar a semejante lugar pero con todo y con eso suponía para ella más peligro el acercarse a una de las cantinas del puerto o del mismo San Camilo ya que eso significaba el riesgo de captar la atención de aquellas miradas que venían siguiendo sus pasos desde que arribase a puerto.

No podía evitar sentirse nerviosa. Había pasado días evitando cualquier encuentro que dejara traslucir su acento hispano ante los lugareños. Amparada en la saya de la que había hecho su disfraz, abrió la puerta y se sentó en la primera mesa que le cerró el paso.

Inundaba el ambiente un meloso vals ejecutado por las raquíticas manos de una ciega que le echaba sobre un antiguo y gastado órgano en un rincón próximo a la barra. La música sensual, la escasa luz, el licor, la transportaron hacia el ensueño del viejo continente donde seguramente la esperaban los mismos brazos, los mismos rostros, los mismos labios de una vida que ya no estaba dispuesta a seguir viviendo.

El olor del mar en cambio, el misterio que rodeaba San Camilo y la fábula sobre la que se había levantado el puerto, eran breves dosis de un embrujo que empezaba a poseer su alma. Por fin se sentía entre los suyos. Ahora sólo tendría que trazar un plan para las próximas semanas. El propósito que la había convocado en estas tierras iba más allá de la aventura. En ese trance estaba cuando se percató de que unos ojos la inquietaban desde algún rincón del local. ¿Quién estaría observándola? ¿Acaso podían haberla descubierto en semejante lugar y con tan poca luz?

La mirada venía de un lugar más allá de lo que alcanzaban ver sus ojos con nitidez, pero quería saber quién era su interlocutor, quién se había percatado de su presencia y quién osaba mirarla sin discreción alguna. Espió nuevamente con reserva y se encontró de plano con la mirada fija de unos ojos negros que si bien no la desvestían como la de los otros hombres, parecían desnudarle toda el alma. Fijos, se clavaban en los suyos y la penetraban hasta lo más profundo. Le perturbaba el que un desconocido la observara con semejante convicción.

Había recorrido muchos kilómetros y roto demasiados lazos para tirar todo por la borda y dejarse engatusar por unos ojos negros que la observaban desde el otro lado. Quería mantenerse fría, impávida ante lo que pudiera depararle el viaje. No quería implicarse, por ahora, con nada ni con nadie.

De pronto el desconocido apareció en su mesa, frente suyo. Lo miró inquieta, pero no pudo evitar aceptarle señalándole la silla con un breve movimiento de su rostro.

- ¿A qué se debe tal compañía?
- Un caballero no suele dejar sola a una dama.
- ¿Acaso aquí hay alguno?
- ¿Acaso aquí hay alguna dama? - ¡Touché! Se manejaba bien la forastera en las distancias cortas.
- ¿Puedo invitarle algo?
- Ya me iba - dijo con ademán de levantarse.

El desconocido interceptó su movimiento sujetando con suavidad pero no sin firmeza, su muñeca - Espere, no se vaya- Impertérrita y manteniéndose firme en su intención, fijó su mirada orgullosa en la de aquél que violentaba su decisión de no entablar contacto con nadie.

- ¡Suélteme! - dijo, sin poder ocultar su acento peninsular.
- José Ignacio, para servirla …- dijo el desconocido soltándola y acercando la silla para que pudiera sentarse de nuevo.

De pronto alguien le sacudió el hombro. Era Octavio, el mercader, que lo saludaba ansioso para ver los productos que José Ignacio había traído de su viaje.

- ¡José Ignacio! ¡Vendedor de almas! Un barco zarpa mañana y con suerte podré embarcar durante la noche.

José Ignacio se incorporó en el acto. - Tengo tu encargo donde Mariana. De paso echamos un vistazo a sus nuevas niñas.

- Me caería bien, pero no tengo tiempo ya de nada- dijo Octavio.
- Adiós – dijo José Ignacio volviéndose a Jimena - la suerte quizás vuelva a encontrarnos– y alcanzó posar sus labios en la pequeña y frágil mano que Jimena no pudo negarle.

Cuando se dio cuenta daban ya las nueve. Jimena no entendía muy bien qué era lo que había pasado, si todo era suerte de la casualidad o más bien debía pensar que la habían descubierto.

¿Quién era? ¿Por qué se había acercado a ella? No podía ser por el mero hecho de ser mujer porque apenas lo aparentaba entre tanto trapo y su cara no era visible para los mortales que intentaban insinuar un rostro. Ese hombre la había mirado como si quisiera reconocer a alguien en ella; millones de preguntas se agolparon de pronto en su cabeza. La gente que se daba cita allí y aquellos a quienes el licor comenzaba a hacerles efecto, empezaban su baile de máscaras con sus rostros deformados: unos no acertaban a caminar sin tropezar, otros intentaban llevarse a alguna de las mujeres al otro lado del supuesto río para dar rienda suelta a sus fantasías cultivadas en cubitos de alcohol.

¿De dónde había salido? ¿Volverían a encontrarse? ¿Quién respondía al nombre de José Ignacio, un mercader, un negociante, un aventurero? Vendedor de almas le habían llamado. Todo en él, lo hacía misterioso. La voz melódica y pausada, la mirada intrépida e indubitable, la manera sensual de presentarse.

Jimena dejó la taberna y caminó por las calles casi despobladas a esas horas de oscuridad; no cesaba de pensar y más que caminar corría temiendo haber sido descubierta, apretando con más fuerza ahora sí, aquello que la había traído en un barco desde España y que llevaba oculto entre los pliegues de su falda.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo dos. Puerto de las Dos Cruces

San Camilo, la pequeña ciudad del Nuevo Mundo se hallaba enclavada en medio de una franja desértica costera que penetraba el mar con la delgada lengua de su antiguo muelle. Desde un costado de la Plaza, frente a la Sacristía, podía divisarse el puerto, un hervidero de embarcaciones que ardían a la hora del crepúsculo incendiando el mar y contaminando el cielo con un estruendo de luces cenicientas.

Por la noche, la ciudad bajaba el telón y la niebla poblaba las calles, amenizadas tan solo por el viento fresco que soplaba desde el puerto. La gente de bien corría a refugiarse en sus casas, al calor de una buena lumbre; el ruido propio del día quedaba reducido a las pisadas de aquellas personas a las que la noche se les había echado encima o que habían salido para reunirse en alguna de las cantinas que había en los aledaños del muelle.

Matías, el farolero, un hombre entrado en años, al que la humedad reinante le estaba pasando factura, acudía cada atardecer a iluminar uno a uno los pocos faroles que aún quedaban en San Camilo: aquellos que iluminaban las cantinas, los del negocio de Mariana, dos o tres más esparcidos entre los callejones y aquél que usurpaba la sombra de los soportales de la plaza. Este último lo cuidaba con esmero: el viejo farol de la plaza era motivo de contemplación para aquellos que arribaban a sus calles. De reminiscencias españolas, testigo de la colonia, había sido mandado hacer con acero de la Real Fábrica de Espadas de Toledo, ciudad de las tres culturas.

El puerto era una buena fuente de información y una ventana abierta al mundo pues en sus aguas recalaban barcos que traían inventos apenas estrenados en Occidente, ropa, libros prohibidos por la Inquisición, perfumes extranjeros y, entre otras cosas, objetos rarísimos que los mercachifles se repartían ávidamente sobre el muelle para luego utilizarlos como moneda de cambio en algunos de los mercadillos de la ciudad. Pero también traía malas nuevas como la gavilla entera de filibusteros que hacía buenos años había desembarcado sigilosamente a un lado del puerto proliferando y corrompiendo la paz de la que gozaban sus habitantes.

El Puerto de las Dos Cruces había sostenido por décadas la vida en la ciudad consolidando el negocio de la pesca y posibilitando el florecimiento de prósperos mercaderes que crecieron gracias al influjo del intenso intercambio comercial con la Corona, pese a que el creciente contrabando británico intentaba eliminar parte del monopolio comercial que la Península tenía en las colonias.

Los ancianos que aún permanecían en San Camilo solían contar la historia a los niños de que en épocas anteriores a la Colonia había quedado varada sobre la arena una inmensa ballena azul. Ya nadie recordaba si la historia era cierta o no. El tiempo fue carcomiendo esa suerte de castillo de marfil amontonado sobre la arena hasta dejar sólo dos pares de huesos cruzados como aspas. La referencia fue propalada como las dos cruces. Y sobre esa referencia se construyó luego el puerto después de que los españoles entraran a tallar en estas tierras con su imperio de sotanas, cristos y espadas con que tiempo después se había fundado la ciudad, una de las primeras con nombre español que se conocieran en el Nuevo Mundo.

La prosperidad de la ciudad, sin embargo, se había ido deteriorando últimamente. El Gobierno de Madrid había decidido incrementar la explotación para que sus colonias fueran más rentables lo que ocasionó el encarecimiento de los productos. Se dispararon los impuestos ciudadanos, se doblaron los tributos indígenas y se extendieron los turnos de faena en los obrajes. Se estaban promoviendo las Compañías de Comercio y se había decretado la introducción de navíos de registro, barcos que podían comerciar al margen de la flota de Indias.

Por las calles del puerto y la ciudad se respiraba un descontento generalizado, pero ninguna voz había sido capaz de alzarse o protestar. La corona tenía dispuesta en toda la colonia una vasta red de operarios que le servían, delatando, resguardando y avalando la política colonial. Y los cargos administrativos, antes ocupados por criollos, ahora eran ocupados por personas que venían de la Península y que consideraban su trabajo en la colonia, como una forma de incrementar su patrimonio.

Eran, las mismas cuatro familias que habían prácticamente visto el nacimiento de la ciudad, las que todavía seguían viviendo en ella. San Camilo no había crecido demasiado, todos conocían la vida de todos, una vida que se veía alterada por la continua llegada de barcos y viajeros peninsulares e ingleses que distraían el tedio de los camilenses.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Capítulo Uno. Cruce de Caminos

Hacía casi dos meses que Jimena había abandonado Castilla, cuna de los Reyes Católicos, y encaminado sus pasos a Barcelona desde donde tenía dispuesto huir. Aún no se explicaba cómo había tomado semejante determinación, había sido algo rápido pero consciente. No se había despedido de nadie, había salido de noche sin hacer apenas ruido y procurando no llamar la atención de los animales que podían haberla delatado. Tras muchos días ocultándose en los bosques y durmiendo, cuando le era posible, en alguna de las granjas que por aquel entonces poblaban los caminos, no recordaba cuándo había sido la última vez que se había lavado, llevaba la misma ropa con la que salió y un hatillo con algunas cosas que había cogido de su casa antes de salir: una foto, una carta mil veces leída y mil doblada y los alimentos justos que la hicieran sobrevivir al menos, hasta llegar a Barcelona, donde tenía pensado embarcar.

El puerto de Barcelona era un hervidero de noticias comerciales pues allí se arremolinaban numerosos mercaderes que querían saber de sus negocios allende los mares. Convertido en uno de los principales puertos del Mediterráneo y centro neurálgico de la vida comercial, centralizaba en sus aguas las rutas comerciales más importantes. De allí salían barcos para Oriente Medio con tejidos de lana, pieles de carnero, fruta seca, aceite de oliva, coral, hierro y estaño, y entraban pimienta negra, incienso, canela y jengibre. Ajetreo y ruido, gente que iba y venía, olor a mar y a humedad, empujones…No había encontrado otra salida que embarcarse en una de esas naves camuflada entre la tripulación del barco pues tenía que emprender viaje hacia donde ella sabía que la esperarían la maravilla, la confusión y la sorpresa. Esa expectativa la embriagaba. Había abandonado, mejor dicho, se había distraído de su historia, sus amores y sus momentos. Al fin podría vagar por un mundo que no conocía de memoria. Un mundo donde la luna no moría a media noche y donde los muertos les contaban historias a los vivos. Un mundo que el mar cercaba como una bóveda infranqueable haciendo imposible el horizonte. Un mundo donde las plantas y los ritos aliviaban la dolencia de los hombres.

Una certidumbre la animaba. Sabía que en esas tierras encontraría el amor, aunque no podía atisbar su forma ni su nombre. El amor que había alimentado como una breve esperanza durante las noches despobladas de su vida.

Ahora, desde la proa del barco contemplaba la noche estrellada y padecía el frío, pago de estar en la cubierta, ente sacos amontonados y redes. Observaba a las personas que paseaban, charlaban animadamente sin percatarse de su presencia sucia, maloliente y harapienta. ¿Qué haría cuando llegase? ¿A dónde iría? ¿Estaría allí o habría seguido su camino? ¿Por dónde comenzar a buscarle?

La primera noche que bajó a caminar por el puerto respiró con la tranquilidad de sentirse en tierra, en lugar seguro y de ser desconocida. Entró en una cantina repleta de bucaneros, pescadores y piratas, camuflada con las ropas que llevaba. La humedad que había fuera quedaba aplacada por el calor del alcohol y las risas que alborotaban y metamorfoseaban a los marineros que mojaban la soledad de la mar en cerveza. Notaba las miradas de los que eran conscientes de su presencia; miradas curiosas que la observaban sin recato.

Había optado por alojarse en casa de una señora que se prestó a darle una alcoba a cambio de que trabajase en la casa. Su situación no era fácil, quería pasar desapercibida y que nadie pudiera reconocerla. El temor de que alguna de las viejas del pueblo pudiera ver en ella rasgos de sus padres hacía que se cubriera el rostro simulando tener una deformidad. Solo en la intimidad de su alcoba, ella dejaba atrás sus trapos. La señora no le había hecho muchas preguntas, era frecuente que el puerto estuviese lleno de gente con ganas de trabajar a cualquier precio, y al fin y al cabo Jimena iba a trabajar a cambio de una cama.

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