lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo dos. Puerto de las Dos Cruces

San Camilo, la pequeña ciudad del Nuevo Mundo se hallaba enclavada en medio de una franja desértica costera que penetraba el mar con la delgada lengua de su antiguo muelle. Desde un costado de la Plaza, frente a la Sacristía, podía divisarse el puerto, un hervidero de embarcaciones que ardían a la hora del crepúsculo incendiando el mar y contaminando el cielo con un estruendo de luces cenicientas.

Por la noche, la ciudad bajaba el telón y la niebla poblaba las calles, amenizadas tan solo por el viento fresco que soplaba desde el puerto. La gente de bien corría a refugiarse en sus casas, al calor de una buena lumbre; el ruido propio del día quedaba reducido a las pisadas de aquellas personas a las que la noche se les había echado encima o que habían salido para reunirse en alguna de las cantinas que había en los aledaños del muelle.

Matías, el farolero, un hombre entrado en años, al que la humedad reinante le estaba pasando factura, acudía cada atardecer a iluminar uno a uno los pocos faroles que aún quedaban en San Camilo: aquellos que iluminaban las cantinas, los del negocio de Mariana, dos o tres más esparcidos entre los callejones y aquél que usurpaba la sombra de los soportales de la plaza. Este último lo cuidaba con esmero: el viejo farol de la plaza era motivo de contemplación para aquellos que arribaban a sus calles. De reminiscencias españolas, testigo de la colonia, había sido mandado hacer con acero de la Real Fábrica de Espadas de Toledo, ciudad de las tres culturas.

El puerto era una buena fuente de información y una ventana abierta al mundo pues en sus aguas recalaban barcos que traían inventos apenas estrenados en Occidente, ropa, libros prohibidos por la Inquisición, perfumes extranjeros y, entre otras cosas, objetos rarísimos que los mercachifles se repartían ávidamente sobre el muelle para luego utilizarlos como moneda de cambio en algunos de los mercadillos de la ciudad. Pero también traía malas nuevas como la gavilla entera de filibusteros que hacía buenos años había desembarcado sigilosamente a un lado del puerto proliferando y corrompiendo la paz de la que gozaban sus habitantes.

El Puerto de las Dos Cruces había sostenido por décadas la vida en la ciudad consolidando el negocio de la pesca y posibilitando el florecimiento de prósperos mercaderes que crecieron gracias al influjo del intenso intercambio comercial con la Corona, pese a que el creciente contrabando británico intentaba eliminar parte del monopolio comercial que la Península tenía en las colonias.

Los ancianos que aún permanecían en San Camilo solían contar la historia a los niños de que en épocas anteriores a la Colonia había quedado varada sobre la arena una inmensa ballena azul. Ya nadie recordaba si la historia era cierta o no. El tiempo fue carcomiendo esa suerte de castillo de marfil amontonado sobre la arena hasta dejar sólo dos pares de huesos cruzados como aspas. La referencia fue propalada como las dos cruces. Y sobre esa referencia se construyó luego el puerto después de que los españoles entraran a tallar en estas tierras con su imperio de sotanas, cristos y espadas con que tiempo después se había fundado la ciudad, una de las primeras con nombre español que se conocieran en el Nuevo Mundo.

La prosperidad de la ciudad, sin embargo, se había ido deteriorando últimamente. El Gobierno de Madrid había decidido incrementar la explotación para que sus colonias fueran más rentables lo que ocasionó el encarecimiento de los productos. Se dispararon los impuestos ciudadanos, se doblaron los tributos indígenas y se extendieron los turnos de faena en los obrajes. Se estaban promoviendo las Compañías de Comercio y se había decretado la introducción de navíos de registro, barcos que podían comerciar al margen de la flota de Indias.

Por las calles del puerto y la ciudad se respiraba un descontento generalizado, pero ninguna voz había sido capaz de alzarse o protestar. La corona tenía dispuesta en toda la colonia una vasta red de operarios que le servían, delatando, resguardando y avalando la política colonial. Y los cargos administrativos, antes ocupados por criollos, ahora eran ocupados por personas que venían de la Península y que consideraban su trabajo en la colonia, como una forma de incrementar su patrimonio.

Eran, las mismas cuatro familias que habían prácticamente visto el nacimiento de la ciudad, las que todavía seguían viviendo en ella. San Camilo no había crecido demasiado, todos conocían la vida de todos, una vida que se veía alterada por la continua llegada de barcos y viajeros peninsulares e ingleses que distraían el tedio de los camilenses.

9 comentarios:

  1. Aquí habla de San Camilo y describe lo que es el pueblo y su puerto tambien me parecio interesante. Juan Sánchez

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  2. Bueno no se me parecio mas o menos ....

    Un poco aburrido perdón...

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  3. No encuentro logica pero espero que sea mas interesante

    Atte. josy huamani valencia

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  4. Una descripcion de la antigua Dos Cruces. Veremos que pasa. Edson Cueva

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  5. se habla sobre el puerto de san camilo y la historia del puerto de las dos cruces

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  6. Quisiera algo un poco mas mistico para el puerto

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  7. Bueno lo volvi a leer .... estoy mas animada por que ya le encontre sentido a este capitulo.

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